LOVING VINCENT****
MAGNÍFICO ÓLEO ANIMADO, EL CANTO
DEL ARTE FRENTE A LA CEGUERA
«Yo arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón destruida a medias...».
Director: Dorota Kobiela y Hugh Welchman. Guión: Dorota Kobiela y Hugh Welchman. Intérpretes: Douglas Booth, Helen McCrory, Chris O'Dowd, Saoirse Ronan, Jeromy Flynn o Aidan Turner.
El primer filme pintado al óleo
fotograma a fotograma, es una propuesta audiovisual que te atrapa y exige todo
de ti. Una empresas faraónica que tiene un
cierto poso de locura, terrenos reservados para los intrépidos, esas personas
que caminan con la vista en el horizonte, haciendo oídos sordos al ruido de las
piedras con las que tropiezan en el camino. En este caso, una intrépida
-la polaca Dorota Kobiela-, se preguntó un día si era posible hacer una
película al óleo para homenajear a su querido Vincent Van Gogh.
Porque era una obra imposible que
necesitó de siete años de dedicación exclusiva y más de 65.000 fotogramas
pintados a mano para realizarse. Entre medias, reescrituras de guion, problemas
técnicos y una lucha constante por convencer al mundo de que el cine también se
podía pintar. El tesón de la empresa, en efecto, recuerda al del holandés que
empezó tarde a pintar su lucidez dolorosa ante un público ciego, y que se
convirtió diez años más tarde en uno de los artistas más influyentes de la
historia.
Cada uno de los 65.000 frames que componen Loving Vincent pertenece a cuadros creados por 125 artistas al
estilo del genio holandés. Leyendo su luz, su trazo febril, su visión del mundo
y su amor o correspondido.
La historia de Vincent van Gogh
(Países Bajos, 1853-Francia, 1890) es la de un artista trágico y apasionado que
se convirtió en pintor a los 27 años al encontrar el amparo en algo que le hizo
arder. Antes de eso dejó la escuela a los 15 años, fue despedido de infinidad
de trabajos, se enamoró de mujeres que le despreciaron, creyó haber comido con
Dios y durmió en una barraca con mineros de Borinage retratando el oficio hasta
que su hermano pequeño le avisó de lo evidente. Si quería pintar, debía de
estar en París. Y Van Gogh comenzó a dar los primeros pasos hacia su propio
arte, su metáfora de la belleza de las cosas, de las personas, del mundo.
Lo que hizo Theo por su hermano
no lo hizo nadie más. Fue la única persona que trató de comprenderle y se
mantuvo a su lado, incansable, hasta que el genio cerró los ojos. A
Vincent le consideraron entonces un hombre fracasado, sin dinero, sin educación
artística. Rudo y esquivo en las formas. El temperamento de aquella
persona solitaria e inquieta, que no dejaba nunca de preguntarse por qué, por
qué y por qué, tiene que ver con una infancia de la que dijo fue «triste, fría
y estéril». Por eso al verdadero Van Gogh tan sólo le podemos conocer en las
casi 800 cartas que escribió a lo largo de su vida mientras su personalidad se oscurece
por el mito y el paso del tiempo (Cartas
a Theo, Editores Barral, Barcelona.5a. edición, 1977).
De entre las casi 650 que
intercambió con su hermano, la última, sin acabar, fue encontrada en la cama
donde murió: «Yo arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón destruida a
medias...». La trama de Loving
Vincent, de Dorota Kobiela y Hugh Welchman, se centra en un recado, la
entrega de esa última misiva a Theo. El viaje emprendido por Armand Roulin
(Douglas Booth) se convierte en una especie de investigación sobre las
misteriosas circunstancias que envuelven la muerte del artista en la pequeña
ciudad de Auvers durante julio de 1890. Roulin nos lleva así por los distintos
escenarios -que son las propias pinturas que esbozó el holandés- a través de
sus personajes, interpretados aquí también por Helen McCrory, Chris O'Dowd,
Saoirse Ronan, Jeromy Flynn o Aidan Turner.
Una película homenaje a Van Gogh
en el que cada escena es un cuadro al óleo tal y como el propio pintor lo
hubiera ejecutado. Los 80 minutos que dura la película están compuestos por 65.000
fotogramas que han sido pintados en 680 lienzos por 150 pintores durante seis
años. Esta coproducción británico-polaca partió de una idea inicial: pintar una
película completa, cuadro por cuadro. Lo cuenta su director, Hugh Welchman: «Van
Gogh pintó todo lo que se encontraba a su alrededor: personas, habitaciones,
plantas y hasta sus zapatos. Fue alguien especial que pintó su propia
personalidad, una personalidad con una historia dramática que mi esposa y yo
encontramos perfecta para contarla a través de sus propios lienzos y cartas».
El resultado, innovador, es una
película a través de su mirada -de la que Welchman afirma «fue tan sensible
como inspiradora»-; una visión vibrante a través de los oros, ocres y azules de
Vincent Van Gogh. El guion de la película se grabó en 14 días en
exteriores y frente a cromas. Este material fue entregado a un equipo de
pintores que convirtió cada cuadro en una pintura individual. Después se
crearon las secuencias con actores que interpretaron a los propios personajes
de Van Gogh para así pasarlo a ordenador y facilitar las escenas sobre las
pinturas creadas. Ese mismo resultado les ha valido, de momento, a Hugh
Welchman y Dorota el máximo galardón de la 30 edición de los Premios del Cine
Europeo. Y lo que vendrá.
En la película nos cuentan cómo
la actividad artística de Van Gogh en esta etapa, sus últimas seis semanas de
vida, fue intensa (en dos meses pintó más de 70 cuadros). Pero sobre todo se
centra en la investigación de la teoría emitida por Steven Naifeh y
Gregory White en 2011, que sostiene que el pintor no se suicidó, sino
que fue disparado por René Secrétan, un niño de 16 años que se divertía
paseando por los campos vestido de vaquero mientras hacía prácticas de tiro.
Por lo visto, también le encantaba atormentar a Vincent. Los biógrafos
sostienen, pues, que en su lecho de muerte, el pintor afirmó haberse suicidado.
Tal vez por cansada desesperación o para que no cargaran contra el muchacho.
Welchman apunta: «¿Por qué se suicidaría en este momento de su vida? Comenzó a
vender, dejó la bebida...».
Desde que Van Gogh llegó a París
y bajo el refugio que supuso su hermano Theo, se convirtió en autodidacta para
firmar, en tan sólo 10 años, unas 900 pinturas y 1.600 dibujos. Sólo consiguió
vender un cuadro. La película nos muestra, con aquellos trazos gruesos y
pinceladas espesas, cómo Vincent llegó a la capital de la pintura europea sin
educación artística pero sabiendo lo que quería hacer. Y que fue en Auvers
donde las cosas empeoraron: la personalidad del pintor se volvió más tosca,
distante y esquiva. Transmitía un pesimismo ante la vida que le arrastró a
clínicas mentales envuelto en un halo, algunos dicen, de locura. Como la
de Paul Gauguin, que bien le valió una oreja. El acto de cortarse el
lóbulo para luego posarlo sobre las rodillas de una prostituta opacó toda su
carrera.
La trayectoria de Vincent Van
Gogh estuvo, pues, marcada por sus propios sentimientos... Fue un artista
altamente sensible. También las cartas que dejó. Como la última, sin terminar
(¿por qué no lo hizo?): «Mi querido Theo, un pájaro enjaulado en primavera sabe
muy bien que hay algo para lo que serviría. Siente con fuerza que debe hacer
algo, pero no puede... Piensa: Los demás pájaros construyen sus nidos, tienen
hijos y los crían. Entonces, golpea su cabeza contra los barrotes de la jaula.
Pero la jaula sigue allí y el pájaro enloquece de dolor», le escribió el pintor
a su hermano, el único que creyó en él sin descanso y durante cada instante de
su vida. Y el único que, después de todo, no se equivocó.
Kobiela trató de pintar toda la
película por sí misma, pues en principio «tan solo» quería hacer su particular
homenaje al pintor, una pequeña animación de apenas unos minutos. Pero el
proyecto empezó a crecer y su compinche Hugh Welchman, que firma con ella la
dirección y el guion de la obra, la convenció de que aquello debía ser un
largometraje.
Así, comenzaron el proceso de
escritura, que se alargó más de lo esperado. «Escribí muchas historias:
algunas basadas en su vida, otras partiendo de cuadros concretos, historias de
su época en Holanda y de cuando vivió en los barrios bohemios de París. Pero
el primer guion real que surgió se centraba en los últimos días de su
vida», explica la cineasta.
Terminaron articulando una
narración basada en el «flashbacks», en la que el hijo del cartero de Van
Gogh, un joven que lo consideraba un loco con pincel, se ve obligado a recorrer
los pasos finales del artista para entregarle su última misiva a su psiquiatra,
el doctor Paul Gachet.
Pero esta era la parte fácil. Lo verdaderamente
complicado era convertir el libreto en trazos vivientes. Para ello, tuvieron
que rodar la película con personas reales y, posteriormente, pintar cada
uno de los fotogramas a mano, un proceso en el que involucraron a 125
artistas de todo el mundo que juntaron en los Estudios Loving Vincent de Polonia y Grecia. «No
fue fácil encontrar colaboradores, la mayoría de los especialistas eran muy
cautos para arriesgarse a formar parte de algo tan novedoso. Afortunadamente,
encontramos a gente valiente que creía en nosotros», apunta Welchman.
Antes y durante el rodaje con los
actores, el equipo de diseño estuvo un año imaginando las escenas y los
encuadres en los que representar la estética del artista. El proceso de
retratar al óleo a los protagonistas tampoco fue sencillo: los pintores tenían
que integrar el trazo característico del holandés y, a la vez, detallar lo
suficiente los rostros para que estos no perdieran su expresividad en la
animación. Después, otro reto: adaptar los diferentes tamaños de los
lienzos de Van Gogh a un estándar de 103x60 cm, una medida exigida para
adaptarse al formato más cuadrado de lo habitual que eligieron para el filme.
Se tardó hasta diez días en realizar un solo segundo del metraje y fueron
necesarias 377 pinturas que se animaron a través de la tradicional
técnica de la repetición con leves variaciones.
A lo largo de la película
aparecen representados de forma fiel 94 cuadros del genio y se hacen
referencias a detalles, como sus funestos cuervos, de otra treintena de obras. La mayoría pertenecen a su última
etapa, en la que desarrolló su estilo más maduro y en la que retrató al
doctor Gachet, al cartero Roulin y otros personajes que aparecen en el filme. Su
característico color, una gran preocupación para los creadores, se respeta en
las escenas del tiempo presente, pero se torna en blanco y negro en los
saltos temporales al pasado, en los que se muestran escenas que Van Gogh
nunca llegó a pintar. «Pensamos que el color sería demasiado intenso a lo largo
de 90 minutos. Y no queríamos introducir cuadros de Van Gogh que realmente no
existían», explica Kobiela.
Loving Vincent es un
fascinante viaje pictórico, que sostiene la hora y media que dura la película a
través de su poderío estético, de su prodigiosa imagen, de esos trazos que, al
fin, palpitan en la pantalla (y sin necesidad de ácido lisérgicos). Pero ante
todo, y más allá de su pericia técnica, es una carta de amor a un muerto.
No en vano toma su título de la forma en la que el pintor se despedía de
su hermano Theo en sus misivas: «Your loving Vincent».
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